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Carta Abierta de Jacobo Roggeveen

Por Juan Bautista Rossetti Gallardo (QEPD), abril 1985

Estimado Almirante Roggeveen, me permito escribirle esta “carta abierta” para darle las gracias por un acontecimiento que cambió la historia de Chile, revolucionó la arqueología, y abrió nuestras puertas a la Polinesia, su descubrimiento, el 6 de abril de 1722, de Isla de Pascua.

Debo pedirle disculpas porque es poco lo que sabíamos de usted, poco lo publicado, poco lo estudiado. Fue necesario encontrar en una polvorienta biblioteca de Paris, su libro, “Relación de mis viajes” publicado en Dordrecht (1727), para rendirle hoy un homenaje.

Almirante Roggeveen, cuando usted nación en 1659, se había producido la unificación de los “Países Bajos”, grupo de ducados y condados autónomos, incorporando más tarde Bélgica y Luxemburgo. Luego, tras la insurrección del príncipe Guillermo de Orange, contra Felipe II de España y la paz de Westfalia en 1648, se iniciaba el siglo de oro, de las “siete provincias neerlandesas”, estableciéndose factorías comerciales de Holanda -nación y reino- y se creaban, la Compañía de las Indias Orientales (lejano Oriente) y la Compañía de las Indias Occidentales (América del norte y sur).

Sí, ustedes los holandeses gobernaban y administraban “Nueva Netherland”, hoy Nueva York, y partían a diversos rincones del universo en busca de tierras incógnitas.

Almirante Roggeveen, si le recuerdo estos sucesos es porque pronto tendrá que enfrentarse a una de estas Compañía-Empresa, y más que eso, recordar sus motivaciones que lo impulsaron a viajar.

De fértil imaginación, desde niño se interesó por las leyendas de la Atlántida de Platón, misterios de ciudades perdidas, el agua de la eterna juvencia de Ponce de León, pero por, sobre todo – usted lo dice- en la “Terra australis incognita”.

Hacia 1696, el bucanero Edward Davis, quien recorría los mares del sur, decía haber divisado un continente y una serie de islas de exuberante vegetación, frutos desconocidos y nativos de extrañas costumbres. Pero Davis había perdido sus naves y al regresar a Inglaterra, paranoico, delirante, trazaba a mano temblorosa, el mapa de “esas tierras incógnitas” que bien podrían ser inglesas.

Afortunadamente para usted, Sr. Roggeveen, los relatos de Davis y el mapa, no fueron considerados. Pues bien, ya marino, y luego Almirante, comenzó usted a considerar la posibilidad de un continente intermedio. Con la prudencia de todo holandés, consultó financistas, viajeros y cartógrafos. Si Colón había dado America del sur a España ¿Por qué no intentar la odisea de dar a Holanda, nuevas tierras, oro y gloria?

Entre los documentos consultados estaba el famosos mapa o trazado (pues no tenía ni longitud, mi latitud) de Piri Reis. ¿Quién era este navegante turco?, un audaz que fue colgado para escarmiento de sus compatriotas, porque antes de Colón, aseguraba conocer la existencia de América, la Antártida y otras tierras. Basaba su proposición, en la copia de un boceto del mundo, salvado de la Biblioteca de Alejandría.

Imagino sus pesadillas. Por un lado, para el mundo de su época, todo es posible, pero no todo realizable. Entonces dice usted, ¿por qué arriesgar familia, fortuna personal, por algo que es probablemente, una serie de conjeturas fantásticas? Pero usted parte. Venciendo las dificultades que significa armar tres naves y llevar doscientos setenta tripulantes, entre los que hay marinos expertos y gente de mil raleas.

Desde
Texel, puerto holandés, y con la supervigilancia de la Compañía de las Indias
Occidentales, hace a la mar el 21 de agosto de 1721. Sus barcos se llamaban:
“Thienhoven” nave mayor, “Arend”, viejo galeón y el ligero “Afrikaans Galley”.
Atravesando el Atlántico, descubre usted en el grado 52 de latitud sur, una
isla que bautiza “Bélgica Austral”, a la que no da importancia, pero que por
las referencias que tenemos, debió ser una de la Malvinas, que dos siglos más
tarde significarían desgracia y muerte para dos países civilizados.  En el grado 62 de latitud sur, sus naves son
detenidas por los hielos. Entonces, decide usted pasar al Pacífico por el Cabo
de Hornos. Bordea las costas del reino de Chile, pero en su bitácora no hace
mayor alusión sobre esta colonia de España. Usted busca un continente
desconocido. Sabemos que se detiene en la isla Juan Fernández, conocida desde
1563, por los relatos de Alexander Selkirk. Su tripulación está cansada. La
isla ofrece refugio, agua fresca y reposo. Tras una corta estadía, la
expedición penetra con ilusión y viejos sueños de grandeza, las fieras aguas
del Pacífico. Recuerda usted, es “un mar desolador, a la vista nada, siempre
agua, más agua”. Esta soledad le atormenta, y así van pasando los días, las
semanas. De pronto se divisa una figura brumosa, luego unos islotes (Salas y
Gómez), luego una isla. Su alegría es inmensa. Entonces si Davis está en lo
cierto esta ha de ser una de las islas preámbulo al gran continente. De pronto
está usted en el verdor que se distingue nítido. A pocas millas, esta isla
jamás señalada en mapa alguno está formada por una cadena de montañas y
volcanes. No hay puertos naturales. Es el 5 de abril al anochecer. Al día
siguiente, domingo de Pascua de resurrección, usted desembarca. La isla está
habitada, y le llama la atención encontrar hombres blancos y barbudos, junto a
otros que son de otra raza. Los nativos se muestran curiosos, amables. Se
intercambian regalos. De pronto un marino dispara. Los “canacas” huyen.
Regresan poco después atemorizados ofreciendo sus mujeres y más regalos. Su
contra maestre. L Morenhout, hace un breve catastro del descubrimiento. A usted
señor Roggeveen, le impresionan unas gigantes estatuas cuyo significado no
logran explicarle estos hombres de “Paash Eiland” como ha bautizado la isla en
holandés. Durante una semana explorará, pero fuertes cambios de tiempo
aconsejan seguir adelante hacia el continente de Davis, la “terra australis
incógnita”, sin duda está un poco más allá, solo un poco, muy poco.

Han
pasado los años Señor Almirante. Ese poco que usted creyó que faltaba, fue otro
sueño, nunca llegó. Con usted terminó la leyenda del continente intermedio y
perdido, pero abrió las puertas, para que un chileno – Policarpo Toro- muchos
años después, en 1888, hiciera nuestra su isla de Pascua. Ombligo secreto del
mundo, cosmovisión antropológica estudiada con el auxilio de computadoras.
Pascua, isla de indescifrable idioma y blanco de mil teorías fantásticas.
Pascua divulgada por Thor Heyerdahl, que la estima como fruto de una migración
nórdica a América y de otra mesiánica aventura de incas por el Pacífico.

Pero
para usted señor Almirante, esta es otra historia. Al dejar la isla llegará a
Tahiti, perderá dos naves y regresará a su patria sin oro ni gloria. Y cuando
la Compañía de las Indias Occidentales se querella contra usted ¿qué importan
las estatuas? Cuando muere en 1729, imagino su desencanto. Deseo que esta carta
abierta pueda reconfortarlo.

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