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Pandemias, Epidemias y Rapa Nui

En 1966 el corresponsal de guerra y escritor australiano Alan Moorehead pública una de sus últimas obras, The Fatal Impact. En este trabajo, el autor demuestra el efecto desintegrador que tuvo el contacto europeo con Tahiti, Australia y la Antártica. Tal como en el resto del Pacífico, la punta de lanza de este “impacto fatal” fueron las enfermedades infecciosas introducidas por los navegantes y exploradores a estas verdaderas burbujas casi estériles que eran los archipiélagos de Polinesia y Micronesia. Mientras más aislada del resto del mundo, más estéril y más vulnerable a los gérmenes, virus y bacterias traídos desde ultramar.

Por Cristian Moreno Pakarati

En otro nivel, los pueblos polinésicos que ocho siglos antes habían descubierto y poblado las islas más remotas del Pacífico, habían llegado con sus propios elementos de disrupción, modificando ecosistemas, llevando a la extinción de incontables especies y trayendo las suyas propias. Pero tras 800 o más años en estas islas, sus descendientes se habían integrado e incorporado a ellas volviéndose cosustanciales a su territorio y paisaje. Estos descendientes genealógicos y culturales sufrirían uno de los más grandes genocidios de la historia, producido por el simple… contacto con los extranjeros.

En Rapa Nui, el pueblo del Pacífico que dejó, probablemente, más marcas sobre su espacio vital (varias distinguidas, otras cicatrices), sufrió consecuencias devastadoras desde los primeros contactos con los europeos. Este es, inadvertidamente, registrado por las múltiples expediciones de distintas banderas que la visitan muy brevemente entre el siglo XVIII y el siglo XIX. Caída gradual de estatuas, población en retroceso hacia estadios culturales más simples y un número bastante reducido de habitantes. Ninguno era consciente de que eran las mismas tripulaciones las causantes de gran parte de este proceso, que desembocaría en el verdadero colapso de Rapa Nui: en la década de 1860 y provocado por fuerzas exógenas. Y esto era por la compañía que traían: agentes infecciosos contra los que dichas tripulaciones ya tenían inmunidad.

El contacto con los europeos se daba sobre la base de relaciones de intercambio: Muchas veces sobre un barco cubierto de gérmenes, de una época sin elementos de desinfección. Los rapanui que regresaban de dichas aventuras sobre las naves extranjeras obtenían prendas de vestir y otros objetos que venían con altas cargas virales o bacteriológicas. También aplicaba a las partidas de desembarco foráneas, que interactuaban también con población que no era capaz de llegar hasta el barco. Esto producía un contagio rápido que, según la velocidad de incubación de la enfermedad, terminaba en días o semanas infectando a la población completa de Rapa Nui. Con un sistema inmune no adaptado para estas infecciones, la tasa de mortalidad debió ser alta. Analizando las observaciones de las visitas de González y Haedo en 1770, Cook en 1774, La Pérouse en 1786 y de Bishop en 1795, la población parece haber disminuido y luego haberse quedado congelada en su crecimiento desde las observaciones efectuadas en 1722.
Es difícil saber cuál es la asociación que los antiguos rapanui hicieron de esos contactos y sus consecuencias posteriores. Las tripulaciones venían sobre esas grandes naves desde el “más allá”, en forma esporádica, rompiendo con todos los ciclos naturales conocidos. Sin duda que sus bienes eran de un atractivo imponente. Pero la marca tras el paso de estos barcos era de peste y muerte. Influenza, sarampión, fiebres varias y enfermedades de transmisión sexual que seguían propagándose por meses o años. De ahí, los intercambios comenzarían a hacerse en forma cada vez menos libre, cada vez más dirigida por los tangata honui de la época, bajo protocolos y estándares, nuevas distancias, como una rápida formalidad, sólo arriesgando a parte de la población y sumándole una nueva especialización a los harakura o curanderos para crear nuevos procedimientos terapéuticos ante esta invisible amenaza extranjera. Será muy difícil saber algún día cuántas muertes fueron evitadas de esta forma, pero da cuenta de una población rapanui que ponderaba el riesgo versus el beneficio muy bien. A cada epidemia le seguía una crisis: largos períodos de enfermedad significaba que un porcentaje muy alto de personas no estaba en condiciones de trabajar la tierra, salir a pescar, o incluso cocinar los alimentos.

Lamentablemente las cosas se pondrían peores a mediados del siglo XIX. La viruela fue introducida por un puñado de rapanui retornados de la brutal experiencia esclavista en Perú. La terrible enfermedad, que extinguió naciones indígenas y diezmó pueblos del continente americano en el siglo XVI, ya tenía vacuna desde 1796 gracias al médico y científico Edward Jenner. Sin embargo, a nadie le importaba hacer llegar esta vacuna a la Polinesia, y los isleños comenzaron a fallecer a raudales con muy poco que se pudiera hacer. Una vez que los isleños vieron las espantosas consecuencias de esta peste, lo más probable es que los enfermos adultos hayan sido enviados a zonas aisladas donde sólo tenían acceso los curanderos y las practicantes de medicina ancestral. Sin embargo, miles murieron y sus cadáveres quedaron secándose al sol. Todavía un par de décadas después, algunos expedicionarios encontraban huesos humanos en algunas zonas remotas del interior, expuestos al sol abrasador del verano. Y hasta hoy se encuentran osamentas humanas en cuevas cuyas entradas han quedado expuestas con el tiempo, y en tumbas precarias, hechas a la rápida en los ahu que, con la epidemia, se volvieron gigantescos osarios.

Al menos un 70% de la población falleció de viruela o producto de la hambruna que le siguió. En 1866, los misioneros católicos apenas contabilizaron 1200 personas vivas de las estimadas 4000 en la isla en 1862. Pero esa década terrible no le dio tregua a la población rapanui. Los misioneros llegaron en múltiples tandas y eran aprovisionados por barcos que llegaban tanto desde Sudamérica como desde Polinesia. La tuberculosis y la disentería llegaron en varias oleadas produciendo debilidad general y afectando principalmente a los niños huérfanos que habían sido reunidos en orfanatos construidos por la misión católica. Cientos murieron. En 1871 quedaban apenas unos 650 habitantes vivos en toda la isla y, ante la caótica y desesperanzadora situación, la mayoría emigró con los misioneros hacia la Polinesia Francesa dejando la isla casi despoblada. Sociedad, cultura y religión fueron completamente destruidas. Los poco más de cien habitantes que quedaban en la isla representaban un porcentaje bajísimo de la población de 10 años antes y se aferraron a lo que pudieron después de este brutal colapso, comenzando muy lenta y gradualmente a reconstruir una comunidad y una cultura.

La precariedad de los cuidados médicos se acentuó durante esta época. Una cantidad enorme de conocimiento de medicina ancestral se había perdido con el colapso de la población. Y la medicina occidental no había entrado todavía a la isla. El número de habitantes comenzó a aumentar, pero a un ritmo muy lento debido a la mortalidad infantil espantosamente alta. En 1890, por ejemplo, murieron 27 personas durante una epidemia de una enfermedad desconocida. Esto equivalía casi al 20% de la población de Rapa Nui en aquel año.

A fines del siglo XIX regresan unos pocos rapanui a su hogar después de un largo éxodo en Polinesia Francesa. A bordo del buque de guerra chileno Pilcomayo llegan dos rapanui infectados en Tahiti con el bacilo de Hansen. Meses o años después, sus lesiones lepromatosas se hicieron evidentes y ambos fueron aislados lejos del poblado de Hanga Roa. Sin embargo, la enfermedad ya se había propagado, con síntomas que comenzarían a manifestarse lentamente en otros isleños. Alberto Sánchez-Manterola quien fue Subdelegado Marítimo y Administrador de la Compañía Merlet entre 1895 y 1900 da cuenta de las medidas “profilácticas” que se tomaron respecto a los casos notorios:

“En mi tiempo conocí cinco o seis leprosos, que resolví tenerlos también aislados y dándoles por alojamiento unas cuevas naturales que existen en un punto denominado el Royo [Roiho] y a donde les llevaban diariamente sus alimentos en un punto de donde ellos mismos se los traían a sus cuevas”

Monjas y enfermero en leprosario. Colección Felbermayer, Museo Fonck.

Los terribles estragos físicos que causaba la lepra serían para la isla una “marca de Caín” durante generaciones. Si bien, puede ser que una parte importante, si es que no toda la población, haya sido expuesta al bacilo de Hansen, fueron proporcionalmente muy pocos los rapanui que presentaron cuadros lepromatosos y terminarían siendo aislados en un leprosario al norte de Hanga Roa. Lo devastador de la lepra fueron sus efectos psicológicos, sociales, políticos, mucho más que los epidémicos y los demográficos. La lepra seguiría siendo un “tema” mucho después de la muerte del último enfermo crónico en 1965 y el arribo de un tratamiento efectivo que erradicó el bacilo de Hansen.

El crecimiento poblacional de Rapa Nui se siguió dando muy lento durante toda la primera mitad del siglo XX. Cada llegada del barco anual tenía como consecuencia una epidemia local generalizada en la que enfermaba toda la población con síntomas parecidos a la gripe. Las consecuencias eran rara vez fatales, aunque ocasionalmente podía causar la muerte a niños recién nacidos o ancianos. Sin embargo, algunas enfermedades más graves llegaron ocasionalmente causando una muy alta mortalidad. Epidemias en 1918, 1927 y 1933 mataron a un porcentaje significativo de ancianos de la isla, los últimos koro y nua que habían alcanzado a vivir en la era precristiana. La de 1927, provocada por una goleta francesa que llegó a Rapa Nui a buscar estanques de combustible sin usar, producto de un abortado vuelo transpacífico. Según creen algunos, fue el último resabio de la famosa pandemia de Gripe Española que había afectado el planeta entre 1918 y 1921. Demoró nueve años en llegar a Rapa Nui, enfermó a toda la población y mató a 14 ancianos. En la epidemia de 1933, quizás la más terrible del siglo XX, murieron 30 personas, de todas las edades, un 8% de la población.

Las infecciones durante cada llegada de barco anual continuarían hasta la década del 60 y afectaban no sólo a los rapanui, sino que también a los extranjeros que se quedaban a residir en la isla por años. Era el efecto “burbuja”. Algunas vacunas fueron llevadas a la isla por algunos médicos que llegaron en buques de la Armada, como Darío Verdugo y Daniel Camus Gundián. Pero eran aplicadas específicamente. Las epidemias locales sólo se detuvieron con el inicio de los vuelos regulares a Rapa Nui, a partir de 1967, y el inicio de las campañas de vacunación masiva en toda Rapa Nui, también iniciadas en esa misma década, que terminaron por generar inmunización.

Con este historial, perfectamente preservado en Rapa Nui en la memoria de la gente adulta y transmitida a lo largo de los generaciones, es evidente que el recuerdo de todo esto influye en la actitud actual del pueblo rapanui hacia la pandemia global que ha paralizado el planeta en 2020, el COVID-19. La apertura de la isla en la década de 1960 contribuyó a disminuir la vulnerabilidad de los rapanui ante las enfermedades comunes en el planeta. Sin embargo, el SARS-COVID-2, el virus que produce el COVID-19 ha causado estragos especialmente entre la gente anciana por todo el planeta, colapsando sistemas de salud y, por ende, generando muertes en pacientes graves por otras causas. El planeta Tierra es hoy el equivalente a lo que era Rapa Nui cuando los barcos traían infecciones en forma de cuadros febriles durante el siglo XX, a un lugar sin tratamientos, sin vacunas, y matando una muy alta proporción de ancianos. Ante esta situación, el pueblo rapanui, casi en forma consensuada, ha sacrificado su prosperidad económica para recuperar su aislamiento. Los efectos deletéreos de las epidemias, los estragos que ocasionan a nivel demográfico, cultural y social son demasiado grandes para arriesgar tanto nuevamente. Siguiendo las estadísticas de mortalidad, si toda la isla se infecta, como es muy probable en caso de entrar el virus y recuperar los flujos de siempre, podrían llegar a morir unas 500 personas. Un nuevo cataclismo que nadie quisiera para Rapa Nui.

Proyecto Financiado por FFMCS del Gobierno de Chile y del Consejo Regional

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